El Gallo

Por Alejandro de Seleukis
La figura del gallo según los mitógrafos renacentistas, estaba consagrado a algunas divinidades solares, tales como Apolo, en cuanto anuncia la mañana y la consiguiente salida del sol. Pero en nuestra iconografía cristiana alude a la Pasión de Cristo y sobre todo al apóstol Pedro, que como se le predijo, negó por tres veces conocer a su Señor.

El carácter de ave de la luz lo mantuvo el gallo durante todo el primer milenio cristiano. En las épocas precedentes, los egipcios habían tomado a veces su forma para el diseño de sus lámparas de terracota o de bronce. Los gnósticos, en piedras finas y labradas, presentaban a menudo una figura de IAO, nombre que designa a Dios. Lo representaban con cabeza de gallo, llevando en las manos un azote, como algunas divinidades egipcias, y un escudo que a veces lleva su nombre.

La doctrina cristiana vio en el animal la imagen del poder de la luz que ahuyenta las tinieblas: vela en las horas de oscuridad y anuncia la luz de Cristo, que surge en Oriente. Por dicho motivo se puso una efigie suya en las iglesias románicas. La función de veleta, que sostiene el gallo de nuestros campanarios y los mantiene siempre cara al viento, tiene el doble carácter de protector vigilante y defensor valeroso, representando a Cristo, que situado en lo más alto de la Iglesia de la tierra, vela por ella y, la defiende frente a las borrascas de las tormentas, vengan de donde vengan; esa es la protección prometida al apóstol Pedro, en lo campos de Cesarea, contra las amenazas de las fuerzas del mal, contra el poder de las “Puertas del infierno”(1).

A menudo, en el cuerpo de metal del gallo de veleta, se encerraban reliquias de santos y sobre todo, cuando era posible de santos locales, para que sus almas que reposan en Cristo, rueguen por el pueblo o la ciudad.

En el siglo V, entre los monjes egipcios, algunos monasterios sólo conocían diariamente dos tiempos regularmente dedicados a la oración en común: el Galicinio por la mañana y el Lucernario al atardecer; la “hora del gallo” y la “hora de la lámpara”.

Un texto litúrgico de la Iglesia romana alude de esta manera al canto del gallo o galicinio: “Tú, oh Cristo, sacude nuestro sueño, rompe los lazos que nos aferran a la noche, borra el antiguo pecado e infunde en nosotros la luz nueva”.

Esta es la función simbólica del canto del gallo, despertarnos mientras estamos sumidos en la noche de la ignorancia e inducirnos a abrir los ojos hacía la Luz del Tabor. La enseñanza esotérica exige frecuentemente del buscador la simplicidad, fundada sobre el principio admitido de que la Verdad en sí debe ser simple. Esta condición es exacta en la medida en que nosotros seamos simples, es decir justos, en el sentido evangélico. Y para pasar del estado pervertido de nuestro desorden interior a la simplicidad original, de nuestra oscuridad interna a un nuevo amanecer hay un largo camino a recorrer.

En el dominio esotérico no puede ganarse nada puro y verdadero, en consecuencia bello, sin haber aportado un trabajo cuya suma e importancia sean equivalentes al resultado al que el mismo trabajador aspira.

Si el buscador parte de una posición negativa de insuficiencia e insatisfacción y se aproxima al dominio esotérico empujado por el deseo de encontrar allí una satisfacción personal, en consecuencia impura, no podrá avanzar muy lejos por ese camino. Si insiste, será un fracaso, porque el error de concepción incurrido al comienzo, lo conducirá indudablemente hacia la “fenomenología psíquica”. Pero no hacia la vía espiritual.

El gallo como imagen del poder de la luz que ahuyenta las tinieblas es una forma de advertir al buscador que no puede dedicarse al trabajo esotérico mientras continúa deificando su personalidad

  1. Evangelio San Mateo, XVI, 18.