La Ley del Silencio

Los sacerdotes Egipcios tenían personificado el silencio bajo el símbolo del dios Harpócrates, El era todo ojos y todo oídos, pero su boca estaba cerrada. Esta actitud es evocadora: es preciso ver, escuchar, comprender, pero, entre las verdades así descubiertas, ninguna debe ser divulgada inconsideradamente. Más tarde, Apuleyo escribirá en el Asno de Oro: “Ningún peligro podrá, jamás, obligarme a desvelar a los profanos las cosas que me fueron confiadas bajo el sello del secreto”. Fue así para la enseñanza esotérica de todos los misterios antiguos,para los de Isis y de las Pirámides, para los de Eleusis en el cual se celebraba el culto de Demeter, de Perséfone y del divino Iacchos, para los dos Cabires y de Mitra; fue así, igual para los misterios de la fe de los primeros siglos, diseminados a los fieles en el silencio de las criptas y de las catacumbas. La ley del silencio está en el origen de todas las iniciaciones verdaderas, ella se pierde en la noche de la prehistoria, sin contestación posible.

¿Por qué desde entonces, servirse de ella como de una máquina de guerra contra las sociedades iniciáticas y en particular la Masonería? La razón de eso es sencilla, se pierde en el sentido de esta ley. Los profanos y los enemigos de esta institución la consideran, o al menos fingen considerarla, como una confesión mezclada de hipocresía, de fin subversivo y de misterios odiosos atenuados por su sombra propicia. La ignorancia y la mala fe explican esta concepción.

Todos los masones verdaderamente dignos de ese nombre lo saben, la ley del silencio no encubre nada de temible, de inmoral o de subversivo; ella es la prolongación legítima, la cual es necesaria, de las obligaciones dadas a los antiguos adeptos, y el eco de las palabras evangélicas “No echéis las perlas a los puercos”.

Pero si la ley del silencio es legitima, si ella fuere recomendada en términos precisos por los maestros del pensamiento esotérico, ¿cómo interpretarla? Muchos lo ignoran, igual entre sus observadores benévolos, especialmente entre sus detractores. Muy frecuentemente esos últimos observan el juramento masónico, con un carácter infantil por lo arcano, como una necesidad, propia de todo espíritu superficial, de darse a los propios ojos, una importancia capital para velar su nada. Ellos nada conocen de la doctrina masónica, está ahí su única excusa; pero su ignorancia debería incitarle a sondear las razones profundas de una prohibición impuesta al recipiendario, antes de su admisión en el vestíbulo del templo.

Examinemos pues el problema en toda su extensión, sin dejarnos apoderar por razones extrañas al objeto. La menor reflexión, en efecto, os pondrá sobre la vía.

De inicio, una afirmación se impone: toda ley implica una obligación nítida de someterse a su teoría. Pero, aquí, una distinción debe ser hecha. Las leyes civiles: políticas, económicas o sociales son la expresión de una necesidad momentánea o durable, constatada por el legislador y, lo más frecuente, aplicándose a la sociedad sin consulta previa a los sujetos a ella. Hay pues obligación real, absoluta, y esta obligación conlleva la sumisión a la letra de los textos, más que a su espíritu, hasta el día en que la ley será reabsorbida por la fuerza de las cosas o por la reacción de la multitud exasperada. La ley masónica del silencio no ofrece nada de semejante a nuestras meditaciones. En primer lugar, como iremos a ver enseguida, ella es impuesta por la razón y no por la voluntad de hombre o de una colectividad. En seguida, ella es presentada a cada adepto antes de su admisión en la Orden y libremente aceptada. El recipiendario se somete de buen agrado, con todo conocimiento de causa a las incidencias de la ley; aún mas, ella sella su aceptación por un juramento y se retira así, conscientemente, toda posibilidad ulterior de ruptura o de derogación. La obligación es pues bien efectiva, pero ella es de otra esencia, ella es trascendente a los individuos y reposa sobre la personas del iniciado. Las constituciones civiles rigen los pueblos, fuera de sus voluntades y de sus deseos, ellos son, “perinde ac cadáver”, entre las manos del estado y del poder judicial encargado de aplicar la ley. En Masonería hay, al contrario, la voluntad y la alegría de disciplinarse y el juramento de persistir “sine die” en esta disciplina libremente consentida. Así la obligación del silencio o engendra un estado de esclavitud de cara frente a la ley, es una adhesión cuya necesidad basada sobre la razón, no aleja nada a la espontaneidad. Es una norma iniciática sin la cual ningún ascenso es posible; nosotros intentaremos demostrarlo.

La ley del silencio, nosotros decimos, procede de la razón. La razón es una facultad específicamente humana, ella coordina los lados experimentales e intuitivos, elaborados por el entendimiento, bajo la forma de nociones, de conceptos o ideas, y los traslada en apreciaciones para fijar sus repercusiones en nuestra vida. Ahora, en cara de la razón, la Masonería es el arte de perseguir, el método para descubrir, la ciencia para integrar, en la especulación y en la práctica, las leyes de las relaciones esenciales establecidas entre la verdad y la inteligencia humana. ¿Dónde está la verdad? Ella no está en las expresiones evadidas del lenguaje, cáscara perecible sin cesar modificada por las vicisitudes del tiempo y de los lugares. Ella reside en las propias cosas, en los seres, en la vida. No es en el tumulto de las discusiones, de las vanas y pomposas palabras que penetra la sustancia velada por los conceptos.

La vía sutil de las esencias nos vienen únicamente en el silencio del espíritu, en el recogimiento de la meditación; ella es interceptada por el ruido del mundo profano, constituido muy frecuentemente, por sonoridades inconsistentes y sin valor. Así, la ley del silencio, lejos de ser una obligación arbitraria, es una obligación racional por la cual nuestro cuerpo y nuestra alma se ponen a la disposición de nuestro espíritu, para permitirle escuchar con toda quietud la voz de los seres, emanación y submúltiplo de la gran voz universal. Cuanto más prolongadas fueren nuestra meditaciones, más completo nuestro silencio interior, mejor llegaremos a percibir esta armonía sublime. Aquí están las razones profundas del silencio masónico; nosotros veremos más adelante como es preciso organizarlo, retengamos desde ahora el principio rector: la enseñanza iniciática se da y se recibe en el silencio de todo el ser, él lanza sus raíces en la meditación y él lleva sus frutos en los surcos más secretas del espíritu apaciguado.

La ley del silencio tiene aún otro aspecto, aspecto del todo exterior y más generalmente considerado por los miembros de la Institución y sobre todo por sus enemigos, Cuando el Venerable cierra los trabajos de la Logia, él dice: “Retiraos en paz, mis Hermanos bajo la ley del silencio”. Esta frase del ritual tiene dos sentidos, aquel revelado arriba, estudiado y uno exotérico, aplicable a los profanos. Ahora, si el símbolo del dios Harpócrates concierne al primero, las palabras evangélicas y el texto de Apuleyo, citado en el comienzo de estas líneas, se aplican incontestablemente al segundo e aquí aún, la razón de esta ley. En efecto, toda idea divulgada sin discernimiento, es sin provecho para la masa ciega, incapaz de recibirla. Para ella, es una presa indicada, una presa a despedazar. Apoderándose de ella con toda ignorancia y su irreverencia, ella la tritura, tortura las interpretaciones y aplicaciones fantásticas para volverla un monstruo sin forma y sin estética, según las palabras del poeta latino: “Monstrum horrendum informe, ingens, cui lumen ademptum”. Monstruo horrendo informe, inmenso a quien la luz fue robada. Si, la palabra masónica lanzada como pasto a la masa se vuelve, pasando por las células cerebrales de individuos sin cultura adecuada, un monstruo ilógico, una amalgama deconceptos rebeldes a la fecundación de la viva luz. El peligro de algunas divulgaciones intempestivas se presenta pues temible. Por ella, la Masonería, en todos los tiempos, fue considerada como una empresa de la muerte, como una asamblea de destructores o de hombres corruptos. No obstante, lo contrario es que es verdadero, porque ella se esfuerza, en su tradición autentica, por guiar los individuos y a la humanidad entera hacia las altas esferas de la Sabiduría y de la Espiritualidad. De ahí la necesidad moral absoluta de ocultar a la multitud los símbolos y las ideas masónicas inaccesibles a la inteligencia, no solamente para evitar de ellas la profanación, sino aún para evitar la transformación de una herramienta de vida en arma de muerte, de la luz en tinieblas, de la verdad en error. “Santa sanctis” dice la Escritura; es preciso reservar los misterios a los místicos, intentando hacer crecer el número de éstos para elevar progresivamente todas las elites a la altura de la ciencia sagrada. La Masonería no fue adornada en vano con el nombre de ciencia real, ella lo es por esencia y, como tal, es la propiedad característica de las inteligencias sutiles fijadas sobre una voluntad de bronce y consolidadas por un gran corazón. Jamás la multitud, en el estado actual de evolución humana podrá asimilar los arcanos, los “infalibles” de nuestra institución, ellos constituirán, para ella, un filtro de locura, un sol muy luminoso para un ojo habituado a la penumbra de la confusión de los prejuicios.

Retornemos ahora sobre nuestros pasos y veamos como es preciso organizar el silencio prescrito por la ley masónica. Callarse delante de extraños, velarle el pensamiento si lo juzgamos indigno o indiferente, parece cosa relativamente fácil. El juramento del silencio a pesar de las violaciones repetidas puede, de resto, ser en ese caso, un obstáculo suficiente a toda indiscreción. Más hay circunstancias en que la dificultad es mejor. Todos tenemos una familia, amigos queridos, camaradas a los cuales nosotros concedemos nuestra confianza, el amor o la amistad, la simpatía pueden incitarnos a revelaciones tal vez peligrosas para la tranquilidad de nuestro prójimo y sobre todo perjudiciales, en razón de la incomprensión que nuestras palabras puedan encontrar, de un lado para nuestras amigos, del otro los Hermanos a los cuales nosotros estamos ligados por un juramento solemne; aquí está porque la ley del silencio exterior es absoluta, el Masón debe saberse callar, debe respetar su juramento sin ninguna debilidad. El debe callarse, cuando no está en el Templo o en presencia de sus iguales.

Destacad bien estas palabras “Nosotros decimos, sus iguales y no sus Hermanos”. Todos los masones, en efecto, son Hermanos, entre ellos la solidaridad, la fraternidad y el amor se manifiestan sin distinción de edad, ellos forman una cadena de unión, única e indisoluble, del más joven al más anciano, pero ellos no son todos iguales sobre el plano de la ver dad, ellos no la ven todos bajo el mismo ángulo, ellos no están igualmente aptos a comprender un trabajo determinado en la Gran Obra de los constructores.

También, como sería inoportuno e igual de peligroso confiar la escultura de un capitel a un aprendiz solamente habituado a desbastar un bloque, es preciso evitar divulgarle prematuramente los secretos de las logias superiores y las verdades a las cuales ellos sirven de velos, su ciencia rudimentaria no le permitiría asimilarlos enteramente. El no sabría utilizarlos según la norma, y delante de la inutilidad de sus esfuerzos para comprender y actuar, el desanimo y el disgusto invadirían su espíritu. El Masón no habla sino delante de sus iguales, delante de los obreros capaces de realizar su propio trabajo. Es de resto la razón por la cual la masonería es una institución progresiva; a sus adeptos ella da la verdad por etapas y no de una sola vez. Estos son los argumentos que consolidad la ley del silencio, en el exterior y en el interior de la institución. Esta es la manera de comprenderla y de practicarla, pero la cuestión es mas vasta todavía, esos son los prefacios de hecho superficiales, es la letra de la obligación.

Nos resta en efecto examinar la organización del silencio en el seno mismo de la conciencia de un Masón. Nosotros decíamos hace poco, la verdad no está situada en las palabras con las cuales nosotros cercamos nuestros conceptos y nuestras ideas, ella reside en la esencia de las cosas y de los seres. El silencio únicamente puede permitirnos oír la voz sutil de las esencias.

¿Cómo pues realizar en nosotros la ley del silencio y penetrar en el espíritu de nuestro juramento? Examinemos la historia de los sabios y de los filósofos.

Pitágoras, antes de crear su escuela Crotona, pasa años en silencio absoluto. Volviéndose jefe de la escuela, él impone el silencio a sus alumnos. Ellos eran en el origen “AKOUSTIKOI”, los oyentes; ellos deberían escuchar y callarse, ellos no cuestionaban jamás, ellos seguían las lecciones del maestro y meditaban sobre ellas en el secreto de su inteligencia.

La vida oculta de Cristo sobre los treinta años, durante los cuales la historia no revela ningún hecho, gesto o palabra susceptibles de ponernos sobre la pista de su formación intelectual y espiritual. Antes de lanzarse en la vida pública, él se retira durante cuarenta días en el desierto, a fin de concentrar su pensamiento y de madurarlo en el silencio absoluto de las soledades transjordánicas. Por esta misma época, Apolonio de Tiana se prohibía a si mismo cualquier palabra durante cinco años consecutivos, él tenía veinte años apenas. Esos maestros comprendieron el valor y la virtud casi sobrenatural del silencio físico. Inteligencias geniales, ellos sobrepasaban la multitud como los árboles centenarios aniquilan la modesta leña de la vegetación. Ved porque podemos verlos y desde luego imitarlos. De sus ejemplos sacamos ese primer principio: “El Masón habla en el momento oportuno y vigila sus palabras, él anuncia solamente su pensamiento esencial”. Todo el resto es palabra vana, ruido sin consistencia, la repetición de un loro al cual se ejercitan con tanto éxito los tribunales de nuestras asambleas políticas, o de nuestros cenáculos literarios.

Ved como es preciso comprender el reglamentar el silencio físico, cualidad primordial del Masón, Hay muchos oradores y no suficientes pensadores por el mundo, muchos ideólogos y no suficientes realizadores, porque el hombre entregado a su naturaleza animal se exterioriza constantemente por las palabras y por los gestos vanos en lugar de encerrarse en el silencio y en la meditación, única fuente de grandes pensamientos y de grandes acciones. Pero eso no es todo, es preciso aún organizar en si mismo el silencio psíquico, el silencio del alma. Es preciso imponer a la precipitación de los instintos y de las pasiones el control de la razón y de la voluntad, obligarlos a expresarse únicamente en las circunstancias donde sofocarlas sería un error manifiesto, y una causa de desperdicio de fuerzas vitales, un empobrecimiento injustificado del instinto de conservación. Es preciso pues aquí, como si se tratase de las palabras, vigilar los instintos y las pasiones, discernir sus movimientos y no dar el libre curso sino a las únicas manifestaciones compatibles con las leyes naturales de la evolución humana.

Esta restricción, ese silencio psíquico es la propia base de la virtud de la Temperancia, opuesta al brutal ímpetu de todas las incontingencias animales.

Sobre este intervalo de organización del silencio, el Masón, ya, se revela ampliamente instrumentalizado, para la lucha contra la facilidad profana. Nosotros podemos percibir en fin toda la amplitud del ascenso posterior a considerar para alcanzar la perfección relativa de la conciencia. Es preciso en efecto, en una última etapa realizar el silencio interior, el silencio del espíritu, para entender mejor la palabra de las cosas y el Verbo de Dios.

Esta operación, difícil entre todos, reclama un largo hábito, ella se auxilia de dos actitudes diferentes: eliminación y purificación.

Como la ley del silencio nos impelía, hace poco, a vigilar nuestras palabras ociosas y el desbordamiento pasional, ella nos invita ahora a vigilar nuestros pensamientos, a eliminar las disonancias capaces de oscurecer lo Verdadero, lo Bello y lo Bueno, en el campo de nuestra conciencia. Después no contenta con esta operación negativa, es preciso pasar a la actitud positiva porque la purificación es la afinación del pensamiento. Ahora, esta afinación se opera por el contacto de nuestro espíritu con la esencia de las cosas. El silencio es el crisol en el cual nuestra razón y nuestra voluntad son sometidas al fuego vivo de la naturaleza y de su sublime emanador. Por ese fuego nos suscitamos en nuestros pensamientos de justicia, de misericordia y de caridad, pensamientos susceptibles de conducirnos hasta los confines del mundo espiritual. En fin, de esas actitudes diversas, es preciso, como último esfuerzo, realizar una síntesis y obtener el silencio de todo nuestro ser personal. Nuestras pasiones y nuestros instintos reducidos al estado de instrumentos dóciles serán utilizados en vista del bien individual y del bien general. Nosotros llegaremos, así, progresivamente, a canalizar todos nuestros sentimientos, todas nuestras nociones, conceptos e ideas en la vía de la serenidad.

Nuestra vida parecerá entonces como una vibración sincronizada en la armonía universal del cosmos, y esto por la Virtud de la Ley del Silencio, alegremente aceptada y respetada, dolorosamente es verdad, pero sin desfallecimiento.

Y así nosotros nos instalaremos definitivamente en ese último estado, conclusión obligatoria de toda verdadera Masonería: “La Iluminación”.